Todos los días almuerzo en el
mismo sitio y siempre está el mismo movimiento de las personas por todos lados,
todos tienen conversaciones: unos ríen y se mueven, otros mantienen una plática
seria, unos pocos comen solos en silencio.
Es el típico almuerzo que se da en la oficina.
Me siento en una silla de madera,
abro el plato que contiene la comida recién calentada en el microondas y
alguien se sienta frente a mí. Hablamos
cosas para pasar la hora, nos hemos encontrado varias veces y las
conversaciones han sido dudas de vida, sencillas, sin complicación alguna, hasta
que lanza la pregunta que a veces tiende a impresionar a muchas personas: ¿Qué
religión tiene?
Tomo un poco de agua, sé que es una pregunta que muchos
hacen y que esperan la respuesta común, tal vez con la diferencia que diga se
diga soy evangélico, católico, mormón, etc.
La situación es que mi respuesta no lo es: “No tengo religión, soy ateo.”
Respondo.
Así de esta respuesta siempre
espero un rostro que se reprime la sorpresa pero que de desencaja en la mayoría
de las personas de forma autómata.
Cuando eso sucede, aclaro aún más: “sí, no creo en ningún ser supremo”,
sonrío para continuar con la conversación.
El joven aún impresionado, como
si tuviera un padecimiento incurable que posiblemente me llevará a la muerte,
pregunta: “y ¿Ella?” señalando a S., su rostro mantiene una pena muy grande por
ella. Mi respuesta es muy sincera: “Es
Católica, como la mamá. Aunque más
adelante puede decidir la creencia que guste.”.
Me sigue haciendo preguntas no
muy conforme con mi postura, le explico con sinceridad e intentando comprender
su impresión y sensaciones, con calma, sin intentar convencerlo, solo hablando
de mi postura y escuchando su postura, a vece rebatiendo sus postulados para
intentar convencerse. Después de ese día
se sintió el espacio profundo y dejó de comer conmigo en el almuerzo. A veces para muchos es increíble vivir sin un
objetivo supremo, sin una recompensa en el más allá, es enfrentarse a flotar en
el espacio, es darse cuenta que somos un error genético de la naturaleza.
Eso sucede tanto cuando cuento
que he decidido ser ateo desde pequeño, tal vez 12 o 13 años. En la universidad cuando lo comento, surgen
rostros de impresión. Recuerdo una
estudiante que se acercó y me preguntó: “Es que no le entiendo ¿Cómo puede ser
así?” Su rostro era de incredulidad, no
podía pensar en que alguien fuera así.
Qué pudiera estar parado frente a ella un ateo, un no creyente. También tuve una amiga que me decía: “Tú no
eres ateo, no puedes ser ateo…”
Recuerdo que a alguien le dije:
Soy ateo porque no puedo imaginar que sucedan las cosas así nada más por así,
si existiera alguien, un ser supremo se podrían evitar muchas cosas. Así que he decidido no creer y ser bueno,
porque yo lo decido sin esperar un premio o un castigo cuando la muerte me
encuentre.
A la sociedad guatemalteca le es
difícil aceptar a las personas que tienen otro pensamiento, otro tipo de vida,
otras creencias. No lo pueden
creer. A veces pienso que esa incredulidad
o poca tolerancia es la que acompaña a la frase “eres ateo por la gracia de
Dios” inmediatamente después que les comento que soy ateo. O puede ser el sarcasmo que tenemos algunos
ateos.
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